domingo, 22 de marzo de 2015

Tampoco yo le dije el mío.

Hoy es la primera noche después de siete años. Ya casi no sé si llevo aquí una tarde o la eternidad. Decidí hace tiempo contar las noches en lugar de los días. Ellos me condenan a la negrura; me castigan con la soledad. Quieren que olvide mi nombre. Y quizá lo han conseguido. No sé si seré capaz alguna vez de volver a hablar. En ocasiones balbuceo en sueños. Lo sé porque me despiertan aterrado de que amanezca otra mañana sin que toque su luz. Sin embargo la noche lo cambia todo. Me siento libre en su silencio. Sé que, al fin, yo soy como los demás: una especie incómoda, miedosa, retorcida, capaz todavía de albergar un sueño limpio de males, y también presa del peor de los terrores. Quiero ser dueño de mi existencia y me creo inmortal, porque ya nada me mata. Mis desvelos son mi delicia: me incorporo y escribo hasta que caigo rendido. Y así una y otra vez. Nunca vuelvo sobre lo escrito. Ni siquiera me preocupa que sea bueno. No, ya no. Eso fue antes.
 Necesito callar para poder escuchar nítidamente su voz. Ella me salva de la nada. Cada palabra suya que sale de mi mano me da el aliento para seguir: ella vive por mí y eso me basta. Nunca le pregunté su nombre. Tampoco yo le dije el mío.

Ni un segundo

La literatura debe ser, ante todo, un compromiso con la vida. Un torrente de luz evasivo de soledad, transgresor de lo oculto, generoso de lo simple: la belleza. Las letras nacen de la nada, del más incómodo de los silencios, por eso se gritan unas a otras orgullosas de su existencia. Lo espontáneo, la improvisación rítmica de lo narrativo, el colorido sonoro de lo gráfico... Contar aquí que usted -lector- y el que le habla -escritor o escribiente, según lo prefiera- estamos unidos por el tedio de lo absurdo, pero que aquí y ahora tú y yo compartimos una vida efímera que merece la pena ser celebrada y cantada. Por eso y por otras cosas que ahora callo no podemos ni debemos renunciar a lo infinito ni un segundo.